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Como todas las tardes
a aquella hora, el hall del hotel estaba animado y repleto. Repleto
de extranjeros, de señoras con perlas y hombres de lino y de
uniforme; de conversaciones, olor a tabaco selecto y botones
ajetreados. Repleto también probablemente de indeseables. Y uno de
ellos me esperaba a mí. Aunque simulé una reacción de grata
sorpresa, la piel se me erizó al verle. En apariencia era el mismo
Manuel da Silva de los días anteriores: seguro de sí mismo con su
traje perfecto y las primeras canas presagiando su madurez, atento
y sonriente. Parecía el mismo hombre, sí, pero su simple visión me
provocó tanto rechazo que tuve que frenar el impulso de volverme y
salir corriendo. A la calle, a la playa, al fin del mundo. A
cualquier sitio lejos de él. Antes todo eran sospechas, aún había
espacio para la esperanza de que bajo aquella apariencia atractiva
hubiera un ser decente. Ahora sabía que no, que los peores
presagios eran lamentablemente ciertos. Las suposiciones de los
Hillgarth se habían confirmado en el banco de una iglesia: la
integridad y la lealtad no casaban bien con los negocios en tiempos
de guerra y Da Silva se había vendido a los alemanes. Y, por si eso
no fuera suficiente, había sumado al trato un añadido siniestro: si
los antiguos amigos molestaban, habría que quitarlos de en medio.
Recordar que Marcus estaba entre ellos me hizo volver a sentir
pinchazos de alfileres en las entrañas.
El cuerpo me pedía
escapar de él, pero no pude hacerlo: no sólo porque un carro
cargado de baúles y maletas bloqueara
momentáneamente la gran puerta giratoria del hotel, sino por otras
razones mucho más contundentes. Acababa de enterarme de que
veinticuatro horas más tarde Da Silva tenía previsto agasajar a sus
contactos alemanes. Aquélla sería sin duda la reunión que había
anticipado la esposa de Hillgarth y probablemente en ella
circularan todos los detalles de la información que los ingleses
ansiaban conocer. Mi siguiente objetivo era intentar por todos los
medios que me invitara a asistir a ella, pero el tiempo corría ya
en mi contra. No tenía más remedio que huir hacia delante.
-Te acompaño en el
sentimiento, querida Arish.
Durante un par de
segundos no supe a qué se refería. Probablemente interpretó mi
silencio como una reacción emotiva.
-Gracias -musité en
cuanto caí en la cuenta-. Mi padre no era cristiano, pero a mí me
gusta honrar su memoria con unos minutos de recogimiento
religioso.
-¿Tienes ánimo para
tomar una copa? Tal vez no sea un buen momento, pero me han dicho
que has pasado por mi despacho un par de veces y he venido tan sólo
a devolverte la visita. Disculpa, por favor, mi ausencia repetida:
últimamente viajo más de lo que me gustaría.
-Creo que me vendrá
bien tomar algo, gracias, ha sido un día largo. Y sí, he pasado por
tu despacho, pero sólo para saludarte; todo lo demás ha marchado
perfectamente. -Haciendo de tripas corazón, logré rematar la frase
con una sonrisa.
Nos dirigimos a la
terraza de la primera noche y todo volvió a ser igual. O casi. El
atrezzo era el mismo: las palmeras mecidas por la brisa, el océano
al fondo, la luna de plata y el champán a la temperatura perfecta.
Algo, sin embargo, desentonaba en la escena. Algo que no estaba ni
en mí, ni en el escenario. Observé a Manuel mientras saludaba de
nuevo a los clientes de alrededor y entonces intuí que era él quien
chirriaba en medio de la armonía. No se comportaba de manera
natural. Se esforzaba por parecer encantador y desplegaba como
siempre un catálogo completo de frases amistosas y gestos cordiales
pero, en cuanto la persona a quien se dirigía se daba la vuelta, su
boca adoptaba un rictus serio y concentrado que desaparecía
automáticamente al dirigirse otra vez a mí.
-Así que has comprado
más telas…
-Y también hilos,
complementos, adornos y un millón de artículos de mercería.
-Tus clientas van a
quedar encantadas.
-Sobre todo las
alemanas.
Ya estaba la piedra
lanzada. Tenía que hacerle reaccionar: aquélla iba a ser mi última
oportunidad para ser invitada a su casa; si no lo conseguía, fin de
la misión. Alzó una ceja con gesto interrogante.
-Las clientas
alemanas son las más exigentes, las que más aprecian la calidad
-aclaré-. Las españolas se preocupan por la apariencia final de la
pieza, pero las alemanas se fijan en la perfección de cada pequeño
detalle, son más puntillosas. Por fortuna, he logrado amoldarme muy
bien a ellas y nos entendemos sin problemas. Es más, creo que hasta
tengo un talento especial para tenerlas contentas -dije rematando
la frase con un guiño malicioso.
Me acerqué la copa a
los labios y tuve que hacer un esfuerzo para no bebérmela entera de
un trago. Vamos, Manuel, vamos, pensé. Reacciona, invítame: puedo
serte útil, puedo encargarme de entretener a las acompañantes de
tus invitados mientras vosotros negociáis con la baba de lobo y
encontráis la manera de quitaros de encima a los ingleses.
-Hay muchos alemanes
también en Madrid, ¿verdad? -preguntó entonces.
Aquélla no era una
inocente pregunta acerca del ambiente social del país vecino:
aquello era un interés real sobre quiénes eran mis conocidos y qué
relación mantenía con ellos. Me iba aproximando. Sabía qué tenía
que decir y qué palabras usar: nombres clave, cargos de peso y un
falso aire de distanciamiento.
-Muchísimos -añadí en
tono desapasionado. Me recosté en el sillón dejando caer la mano
con supuesta desgana, volví a cruzar las piernas, bebí otra vez-.
Precisamente la baronesa Stohrer, la esposa del embajador,
comentaba en su última visita a mi atelier que Madrid se ha
convertido en una colonia ideal para los alemanes. Algunas de
ellas, la verdad, nos dan un trabajo enorme; a Elsa Bruckmann, por
ejemplo, de quien dicen que es amiga personal de Hitler, la tenemos
allí dos o tres veces por semana. Y en la última fiesta en la
residencia de Hans Lazar, el encargado de Prensa y
Propaganda…
Mencioné un par de
frívolas anécdotas y dejé caer algunos nombres más. Con aparente
desinterés, como sin darles importancia. Y, a medida que hablaba
impostando indiferencia, percibí que Da Silva se concentraba en mis
palabras como si el mundo se hubiera detenido a su alrededor.
Apenas hizo caso a los saludos que por un flanco u otro le
llegaron, no levantó la copa de la mesa y el cigarrillo se le fue
consumiendo entre los dedos mientras la ceniza formaba algo
parecido a un gusano de seda. Hasta que decidí dejar de tensar la
cuerda.
-Discúlpame, Manuel;
supongo que todo esto te resultará tremendamente aburrido: fiestas,
vestidos y frivolidades de mujeres desocupadas. Cuéntame tú, ¿cómo
ha ido tu viaje?
Extendimos la
conversación durante media hora más en la que ni él ni yo volvimos
a mencionar a los alemanes. Su aroma, sin embargo, pareció quedarse
flotando en el aire.
-Creo que va siendo
hora de cenar -dijo mirando el reloj-. ¿Te apetecería…?
-Estoy agotada. ¿Te
importa que lo dejemos para mañana?
-Mañana no va a ser
posible. -Noté cómo dudaba unos segundos y contuve el aliento;
después continuó-. Tengo un compromiso.
Vamos, vamos, vamos.
Sólo faltaba un pequeño empujón.
-Qué lástima, sería
nuestra última noche. -Mi decepción pareció auténtica, casi tanto
como el ansia por oír de él lo que llevaba tantos días esperando-.
Tengo previsto volver a Madrid el viernes, me aguarda muchísimo
trabajo la semana que viene. La baronesa de Petrino, la esposa de
Lazar, ofrece una recepción el próximo jueves y precisamente tengo
a media docena de clientas alemanas deseando que…
-Tal vez te gustaría
asistir.
Creí que el corazón
se me paraba.
-Será sólo una
pequeña reunión de amigos. Alemanes y portugueses. En mi
casa.